Atrás había quedado la primera
fecha de la primera gira en la historia de LOS SIQUICOS LITORALEÑOS, que por
esas cosas extrañas del destino, se realizaba por Holanda y Bélgica. Atrás
había quedado Paradiso, uno de los escenarios más importantes de Ámsterdam, con
sus grandes consolas repletas de botonitos y la distancia de la gente que
miraba impávida con un daiquiri en la mano.
LOS SIQUICOS habían llegado a una
ciudad chica, así como Curuzú. Y quizá se sentían en un entorno más familiar,
más conocido, aunque las distancias (todas) seguían siendo abismales. Pero lo
fáctico fue que hasta los instrumentos se sintieron en casa y dejaron de funcionar, como sucede en Corrientes, por el calor, el polvo, o quién sabe por
qué.
La ciudad en cuestión se llamaba Nijmegen,
y el escenario, Extrapool, un centro cultural genial que ni siquiera en un
local de instrumentos musicales a tres cuadras conocían. Habían impreso unos afiches
buenísimos, donde una luna naranja sobre fondo verde era coronada por la
leyenda “LOS SIQUINCOS LITORALEÑOS” (sic). Hubiera sido más lógico que se hubieran equivocado al
tipear la palabra litoraleños, ya que
el abecedario holandés desconoce el dulce sabor de la letra eñe; y los lugareños,
esa extraña región mesopotámica. Pero no, mejor no hablemos de lógica.
Por ahí deambulaba un pintor australiano de penes que eyaculaban
y sangraban a la vez, los que colgaba orgulloso durante la prueba de sonido. El
comienzo del recital se demoró bastante, se esperaba más gente que nunca
llegaría, entonces el show fue sólo para algunos pocos afortunados, los que
sonrieron con cierto cinismo al ver entrar a LOS SÍQUICOS LITORALEÑOS caracterizados
de gauchos sicodélicos. Pero ese gesto se les fue borrando apenas comenzaron a tocar.
Hasta les extrañaba sentir su cuerpo moverse al compás de esas tonadas
chamameceras enrarecidas que nunca antes habían escuchado. Ya no había
distancia entre ellos y LOS SÍQUICOS, que tocaban a su lado, contemplando las
vacas abducidas que se proyectaban en el fondo, como leyendo una partitura
arcaica, añorando su litoral. La cara de los organizadores evidenciaba la
necesidad de bajar el volumen, por alguna orden municipal, o simplemente por
cortesía con sus vecinos. Pero eran demasiado europeos para decir algo. No
había que decir nada, había que abrir las puertas, y así lo hicieron, mientras
la noche culminaba con “Chipá Chirirí”, ese chamamé desfachatado. ¿Qué
dice la letra?, me preguntó en inglés una holandesa con boina. Una receta, atiné
a decir. ¿Receta de qué? Del
desparpajo. Y de la sinceridad que aflora, en cualquiera de sus formas.
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